--No del todo.
--Un rey ignorante e indeciso como lo seré yo, necesita forzadamente
un primer ministro.
--Lo que necesita Vuestra Majestad es un amigo. Tengo uno, vos.
--Más adelante tendréis más, pero ninguno tan abnegado
ni tan amante de vuestra gloria como yo.
--Vos seréis mi primer ministro.
--No, desde luego, monseñor. Esto levantaría demasiadas sospechas,
causaría grande extrañeza.
--¿Por ventura el primer ministro de mi abuela María de Médicis,
Richelieu, era algo más que obispo de
Luzón, como vos lo sois de Vannes?
--Veo que Vuestra Alteza ha aprovechado bien mis notas. No podéis figuraros
cuánto me halaga vuestra
maravillosa perspicacia.
--También sé que, gracias a la protección de la reina,
Rechelieu no tardó en recibir el capelo.
--Más valdrá, --repuso Aramis inclinándose, --que no sea
yo
primer ministro hasta que Vuestra Alteza me haya hecho nombrar cardenal.
--Lo seréis antes de dos meses, señor de Herblay. Pero esto es
muy poco, tan poco, que me daríais un
disgusto si limitáis a eso vuestra ambición.
--Por eso espero más, monseñor.
--¡Ah! decid, decid.
--El señor Fouquet no desempeñará por mucho tiempo la superintendencia,
pues envejecerá rápidamen-
te. Si hoy comparte el placer con el trabajo, hasta donde éste se lo
permite, es porque le queda aún algo de
juventud; algo que desaparecerá a la primera aflicción o a la
primera enfermedad que le asalte. La aflicción
se la evitaremos, porque es hombre digno y de corazón noble, pero en
cuanto a la enfermedad, nada pode-
mos. De consiguiente, quedamos en que una vez hayáis pagado las deudas
del señor Fouquet y repuesto la
hacienda, aquél, a quien habremos enriquecido, continuará siendo
rey en medio de su corte de poetas y pin-
tores. Entonces yo, primer ministro de Vuestra Alteza Real, podré pensar
en mis intereses y en los vuestros.
El príncipe miró a su interlocutor.
--Richelieu, del cual hemos hablado, --continuó Aramis, -- cometió
el grande error de querer gobernar
por sí sobre el reino, de dejar que se sentaran dos reyes en un mismo
trono, Luis XIII y él, cuando pudo
instalarlos más cómodamente en dos tronos diferentes.
--¿En dos tronos? --repuso Felipe.
--Sí, monseñor, --prosiguió Aramis con voz sosegada: --un
cardenal primer ministro de Francia, con
ayuda del favor y del apoyo del rey cristianísimo; un cardenal a quien
su amo y señor presta sus tesoros, sus
ejércitos y su consejo, al aplicar únicamente a Francia sus recursos
no cumpliría con los deberes a su cargo.
Por otra parte, --añadió Aramis dirigiendo una mirada escrutadora
a Felipe, --vos no seréis un rey como
vuestro padre, delicado, tardío y hastiado de todo, sino un rey inteligente
y guerrero, y como tal, anheloso
de ensanchar vuestros dominios, en los cuales yo os molestaría. Ahora
bien, nuestra amistad debe no verse
nunca, no diré alterada, pero ni siquiera levemente velada por un designio
oculto. Yo os habré dado el trono
de Francia, vos me daréis el trono de San Pedro. Cuando vuestra mano
leal, firme y armada tenga por ge-
mela la de un papa como yo seré, ni Carlos V, que ha poseído los
dos tercios del mundo, ni Carlomagno,
llegarán a vuestra cintura. Como no tengo alianzas ni prevenciones, no
os enfrascaré en la persecución de
los herejes ni en las guerras de familia. Vos y yo nos compartiremos el universo,
vos en lo temporal, yo en
lo espiritual, y como yo moriré primero que vos, vuestra será
mi herencia. ¿Qué os parece mi plan, monse-
ñor?
--Que sólo el haberos comprendido me llena de gozo y de orgullo; seréis
cardenal, señor Herblay, y una
vez cardenal, mi primer ministro, y una vez mi primer ministro, haré
cuanto me digáis para que os elijan
papa. Pedidme garantías.
--¿Para qué? Nunca haré yo cosa alguna sin que vos salgáis
ganando; ni subiré, que no os haya hecho
subir a vos el escalón superior, y me mantendré siempre lo bastante
lejos de vos para sustraerme a vuestros
celos, y lo bastante cerca para conservar vuestro provecho y celar vuestra amistad.
En este mundo todos los
pactos se rompen porque el interés que encierran tiende a ladearse de
sólo un lado. Entre vos y yo nunca
pasará eso; he ahí por qué no necesito garantías.
--¿Así pues... mi hermano... desaparecerá?
--Sí, monseñor, y sin que persona alguna se dé cuenta de
ello. Lo robaremos de su cama valiéndonos de
una trampa que cede a la presión del dedo. Dormido a la sombra de la
corona, despertará en el cautiverio.
Vos, desde aquel instante, impondréis vuestra única voluntad,
y nada os interesará como el conservarme a
vuestro lado.
--Es cierto. Aquí está mi mano, señor de Herblay.
--Permitidme que me arrodille respetuosamente en vuestra presencia, Sire. El
día que la corona ciña
vuestra frente, y la tiara la mía, nos abrazaremos.
--Abrazadme sin más tardanza, y sed para mí más que un
hombre grande y hábil, más que un genio su-